En cinco provincias del Ecuador, más la ciudad de Quito, Alfredo Palacio declaró estado de emergencia. Los ciudadanos en estas regiones han perdido sus derechos. No se puede opinar en contra del gobierno, reunirse, protestar o ir libremente por la noche, so pena de ser juzgados por un tribunal militar y acabar con sus huesos en una prisión. Los uniformados, como en los tiempos oscuros de las dictaduras -que parecían ya superadas- pueden invadir los hogares, disparar a la multitud, apresar a cualquier transeúnte, confiscar información, libros bajo el pretexto de seguridad nacional; tales represalias son más violentas en contra de los indígenas, campesinos y todos los que están en contra de que Ecuador firme un convenio de libre comercio con EE.UU. Los medios de comunicación tratan de minimizar las medidas y la magnitud de las protestas; las fuerzas de seguridad, en cambio, cumplen a satisfacción -del gobierno- su tarea.
¿Con qué autoridad, señor Palacio, amenaza usted a quienes se oponen a su servilismo e incapacidad de gobernar? Usted fue elegido en las urnas para permanecer en la habitación contigua; allí, en donde se oculta a las momias, cuando llega un amigo a visitarnos. Usted que enviaba cartitas al coronel, como una novia arrepentida por haber sido débil ante las cálidas promesas, en vez de acercarse, como sólo los bravos pueden hacerlo, con paso firme hasta el militar y con un golpe sobre la mesa, decirle que no estaba de acuerdo con su manera de gobernar y no escribir sus argumentos cándidamente a través de la prensa. Usted que en CIESPAL, aquel triste 20 de abril del 2005 prometió a la juventud revisar los convenios de la Base de Manta, clausurar ese nido de ratas en descomposición, que es el congreso; llamar a una asamblea constituyente, suspender las negociaciones del TLC. Usted que ingresó a Carondelet por la puerta de servicio, gracias a la ingenuidad de quienes lo liberaron minutos antes de la cafetería, (me cuentan que daba lástima verle allí: sin color en el semblante, los ojos humedecidos y pidiendo a cada instante el baño para ir a llamar a los militares, a Paquito Velasco, a los policías, a toda esa caterva de incondicionales amigos suyos en el congreso que le nombraron presidente, para luego compartir las travesuras del poder). Nadie lo consideraba –entonces- nuestro gobernante, ni siquiera los uniformados, por ello la guardia presidencial nunca asomó a rescatarle.
¿Con qué cara, entonces, se atreve usted a humillar a nuestra gente? ¿Por qué ordena bajar de los buses, de las camionetas a todos los que usan poncho y sombrero? Usted que no posee siquiera el fuego de la palabra, ¿cómo puede ordenar que callen los demás? Usted que nunca fue un inmigrante, que luego de su gobierno volverá a disfrutar de su residencia en EE.UU., ¿cómo se atreve a impedir que nuestra gente camine en libertad en su propia tierra? Qué autoridad tiene usted, sino la que le otorgan las armas, los cuerpos de seguridad que le rodean: no el brillo de las ideas. Sus ínfulas de enojado, no van con su rostro siquiera. Su prepotencia ante los más débiles demuestra que usted carece de argumentos para estar en el gobierno. Su torpeza y falta de tino sólo causan estragos al país.
¿Cuáles son sus temores para decretar estado de emergencia y con ello, mandar preso a cualquiera que se oponga a los planes de un grupo de empresarios que sólo piensa en sus bolsillos? ¡Cómo no reunirnos para dialogar y tomar decisiones cuando es nuestra nación la que se está desangrando, no las carteras de los importadores, mientras nos amenaza con un tribunal de uniformados que puede enviarnos a la cárcel! Cómo estar metidos en casa, mientras el equipo negociador del TLC trabaja sin descanso para hipotecar nuestro país a intereses foráneos, cuando es el aire, el agua, el futuro de nuestros niños lo que están empeñando a cambio de migajas en la mesa de los grandes.
Como en China durante la guerra del opio, cuando las potencias económicas de entonces se dividieron el país para evitar una guerra entre ellas, cada nación imponía sus reglas de acuerdo a su origen, que de por sí eran muy diversas; más hubo una ordenanza común entre ellos: en la misma tierra de Confucio se plantó un anuncio a la entrada de las bibliotecas, de las escuelas, de los locales de diversión, de los restoranes: prohibida la entrada a perros y chinos. Así actúa Alfredo Palacio, al impedir el ingreso de los indígenas a la ciudad de Quito. Los ha humillado como en los tiempos de la corona inglesa en India, cuando los miembros de las (castas más bajas) no podían caminar por las calles sin un collar que los identificara con sus dueños. Los trenes tenían vagones exclusivos para los blancos ingleses, otros para las castas superiores, y al último, junto a los animales viajaban las (castas inferiores).
Lo que estamos viviendo en Ecuador no es un pasaje de la historia antigua: es un capítulo oscuro escrito por quien está convencido de que lograr un TLC con EE.UU. será el empuje definitivo de la nación en la dinamia del siglo veintiuno. Gobiernos débiles e ilegítimos recurren al uso de la fuerza para mantenerse en el poder. Alfredo Palacio, el titiritero Felipe Vega, Enrique Proaño, son tres nombres más que ingresan al libro de la infamia.
Puesto en la red en abril del 2006
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