Quienes hoy están en el poder, intentan olvidar que hasta hace poco estuvieron tras el poder. Afirmar que la vieja partidocracia se halla en extinción (palabras del camaleón Gustavo Larrea, ex subsecretario de Bucarán) es ignorar que el estado actual de caos en el país, el estigma que ellos se empeñan tanto en hacernos odiar, tiene también su firma. Igual nosotros. Todos somos responsables en alguna medida de la pestilencia que se respira hoy en el ambiente, y que a muchos les parece agradable. El partido de gobierno actual sabe que se halla ante a una población de mentes reducidas, aunque de buena fe (¿de qué sirve ello?), cuyo cerebro no recuerda ni nombres ni rostros.
Son tiempos de desconcierto social y por tanto, espiritual. Los estragos de “la oscura noche liberal”, frase del economista Juan Rodríguez en su libro: El Desencanto del Tiempo, recién empieza para Ecuador. Afirmar que todo estuvo mal, hasta que llegué yo es ignorar que también yo me alimenté de esa miseria que mi organismo aún digiere, que fui peón del sistema social que tanto odié (supuestamente), pero me acomodé y dejé pasar el tiempo tratando de brillar justamente allí, en medio del estiércol, y que mis palabras, mi luminosidad está salpicada de esa podredumbre.
Si miramos sin extremismos el mundo que nos rodea, llegaremos a la conclusión de que hemos cometido demasiados errores; fracasamos en tantos proyectos que, que llevarlos a cabo, nos habrían conducido a tener una sociedad más justa y equilibrada, lo cual habría evitado la aparición –cada cierto tiempo– de caudillos con pretensiones mesiánicas, de desplazados ideológicos que no aprendieron a sembrar, sino a destruir cuanto hallan a su paso.
Aún así, hay muchas cosas que hicieron placentera la vida. Hay nombres, fechas, lugares, colores, días de luz y de agradables anocheceres. Un visionario: Eloy Alfaro. Un rey, prisionero del oro: Atahualpa. Una playa donde amé y fui amado: Pedernales. Días de gloria para la nación: Andrés Gómez alzando el trofeo de Roland Garros en París. Imágenes imborrables que me acompañan en mi retiro: Jefferson Pérez retorciéndose de dolor en el piso -con sus piernas acalambradas- luego de cruzar la meta; un gol del Tin Delgado en Perú; los ojos negros y grandes de mi novia, los mismos que hoy son tierra, agua, la luz primera en el río y en el Tungurahua que no me asusta más con sus rugidos, porque es el lenguaje que los viejos entendemos. No todo estuvo mal, debo reconocerlo en mis atardeceres junto al volcán.
Hasta que llegó una camada de hienas hambrientas, ansiosas de carroña y de poder, que mean en cada esquina para señalar sus territorios, que vomitan su saliva maloliente y ácida a los ojos de los rivales para alejarlos de sus presas: “¡Ea, ea!”, berrean entusiastas, sin lograr contener la bilis de sus gargantas. – ¡Aquí estamos de nuevo! –.
Comerán lo que hallen a su paso; la carne, mientras más putrefacta, es más agradable a sus hocicos. Sus colmillos relumbran con cada bocado, cae espuma de sus labios manchados con sangre. Sus ojos tienen la luz del infierno (pues en el fondo de sus corazones son cristianos). Están poseídos con el fuego de la venganza, de sus pequeños resentimientos animales. Saben que son muchos y que pueden imponer su ley, sin oír más rugido que el de la hiena exploradora, el macho insaciable y alborotador que controla los movimientos de la manada. Se sienten invencibles, indispensables en esta corta cadena de la vida. Hacen largas caminatas tras las huellas de sus víctimas para actuar en la noche, cuando éstas descansan; y allí, entre aullidos, mordiscones se disputan la presa -hasta dejar sus huesos a los demás roedores.
Desde mi ventana observo sus danzas ceremoniales, escucho sus risas bajo la luz de la luna. Sus estridentes alaridos junto a los despojos asustan en las sombras y me mantienen en vigilia. La oscura noche de las hienas ha comenzado.
Quiera Dios, que éstas sean simples premoniciones de alguien que ha perdido la brújula al final de sus días.
Son tiempos de desconcierto social y por tanto, espiritual. Los estragos de “la oscura noche liberal”, frase del economista Juan Rodríguez en su libro: El Desencanto del Tiempo, recién empieza para Ecuador. Afirmar que todo estuvo mal, hasta que llegué yo es ignorar que también yo me alimenté de esa miseria que mi organismo aún digiere, que fui peón del sistema social que tanto odié (supuestamente), pero me acomodé y dejé pasar el tiempo tratando de brillar justamente allí, en medio del estiércol, y que mis palabras, mi luminosidad está salpicada de esa podredumbre.
Si miramos sin extremismos el mundo que nos rodea, llegaremos a la conclusión de que hemos cometido demasiados errores; fracasamos en tantos proyectos que, que llevarlos a cabo, nos habrían conducido a tener una sociedad más justa y equilibrada, lo cual habría evitado la aparición –cada cierto tiempo– de caudillos con pretensiones mesiánicas, de desplazados ideológicos que no aprendieron a sembrar, sino a destruir cuanto hallan a su paso.
Aún así, hay muchas cosas que hicieron placentera la vida. Hay nombres, fechas, lugares, colores, días de luz y de agradables anocheceres. Un visionario: Eloy Alfaro. Un rey, prisionero del oro: Atahualpa. Una playa donde amé y fui amado: Pedernales. Días de gloria para la nación: Andrés Gómez alzando el trofeo de Roland Garros en París. Imágenes imborrables que me acompañan en mi retiro: Jefferson Pérez retorciéndose de dolor en el piso -con sus piernas acalambradas- luego de cruzar la meta; un gol del Tin Delgado en Perú; los ojos negros y grandes de mi novia, los mismos que hoy son tierra, agua, la luz primera en el río y en el Tungurahua que no me asusta más con sus rugidos, porque es el lenguaje que los viejos entendemos. No todo estuvo mal, debo reconocerlo en mis atardeceres junto al volcán.
Hasta que llegó una camada de hienas hambrientas, ansiosas de carroña y de poder, que mean en cada esquina para señalar sus territorios, que vomitan su saliva maloliente y ácida a los ojos de los rivales para alejarlos de sus presas: “¡Ea, ea!”, berrean entusiastas, sin lograr contener la bilis de sus gargantas. – ¡Aquí estamos de nuevo! –.
Comerán lo que hallen a su paso; la carne, mientras más putrefacta, es más agradable a sus hocicos. Sus colmillos relumbran con cada bocado, cae espuma de sus labios manchados con sangre. Sus ojos tienen la luz del infierno (pues en el fondo de sus corazones son cristianos). Están poseídos con el fuego de la venganza, de sus pequeños resentimientos animales. Saben que son muchos y que pueden imponer su ley, sin oír más rugido que el de la hiena exploradora, el macho insaciable y alborotador que controla los movimientos de la manada. Se sienten invencibles, indispensables en esta corta cadena de la vida. Hacen largas caminatas tras las huellas de sus víctimas para actuar en la noche, cuando éstas descansan; y allí, entre aullidos, mordiscones se disputan la presa -hasta dejar sus huesos a los demás roedores.
Desde mi ventana observo sus danzas ceremoniales, escucho sus risas bajo la luz de la luna. Sus estridentes alaridos junto a los despojos asustan en las sombras y me mantienen en vigilia. La oscura noche de las hienas ha comenzado.
Quiera Dios, que éstas sean simples premoniciones de alguien que ha perdido la brújula al final de sus días.
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